El periodo escolar

19.11.2015 10:32

El periodo escolar

Mauricio Miranda


Fue en septiembre cuando ella alzó el brazo. Había empezado
a llover cuando un sordo destello de carne blanca rozó la mirada del taxista.
El volteó, vio a la mujer que le hacía la parada e intentó orillarse, pero un
auto que después fue gris aceleró para no dejarlo pasar y 1o obligó a detenerse
varios metros después de lo que él hubiera querido. Ella caminó hacia el taxi y
en su otro brazo sintió la inercia del niño que necesariamente tuvo que correr
detrás de los zapatos rápidos de su mamá. Ella sintió una fría y larga gota de
lluvia a través del rostro y su única respuesta fue acelerar aún más el paso.
El la vio por el espejo lateral: sus zapatos de tacón, gotas de agua que
deformaban el tamaño y los colores, la falda un poco más abajo de las rodillas,
un niño que corría detrás, sólo la falda obscura, los dedos blancos que se
recargaron en la portezuela y el rostro que descendió hasta mostrar la boca que
preguntaba cuánto por ir a tal escuela y volver aquí mismo.

Ella empujó su cuerpo hacia atrás en protesta por un precio
muy alto, pero la lluvia que se multiplicaba cada vez más fría en su espalda la
empujó a abrir la portezuela de atrás, a decir bueno, sólo de ida, a meter a su
hijo, mover rápido la lonchera que se atoraba en el asiento, acomodar bien al
niño, sentarse, meter las piernas y cerrar la portezuela al tiempo que veía
cómo el chofer subía la ventanilla del compiloto. El edificio gris donde ella
vivía, los otros autos y todo el exterior desaparecieron bajo una gruesa capa
de lluvia.

El limpiabrisas mostró un anuncio de política que la lluvia
cubrió casi al instante, el limpiabrisas pasó otra vez y aparecieron los
colores de los automóviles de enfrente y unas luces traseras que se encendieron
al tiempo que el taxi frenó con lentitud. El taxi siguió a una velocidad muy
baja, ella veía una y otra vez el reloj. El quería decir algo pero sólo
observaba hacia los otros carriles como si por ahí pudiera pasar, sostenía el
volante con las dos manos juntas bajo su barbilla y se hacía un poco hacia
atrás y se inclinaba otra vez hacia adelante. Ella sólo veía los cambios del
segundero, los números digitales que se transformaban en uno más grande, siete,
ocho, nueve, cero, otro minuto, por algún instinto extraño quería llegar a
tiempo. El bajó un poco la ventanilla para que se desempañara el cristal.
Después de mucho tiempo ella vio la escuela, le dijo aquí está bien, gracias,
pero la lluvia que caía cada vez más fuerte la hizo dudar, bajó a su hijo y le
dijo córrele, pero el niño se fue caminando.

-Espérese -le dijo él-, le va a salir más caro el doctor.
Ella se quedó, cerró la puerta, dijo bueno entre dientes y vio a su hijo
meterse en la escuela a través de la lluvia que hacía unos ríos pequeños a lo
largo de la ventanilla. Ella vio cómo el chofer le sonreía por el retrovisor,
aunque ahora no recuerde bien el rostro. Se sintió a gusto en el taxi y acomodó
su espalda en el asiento acojinado. No sabe cómo pero empezó a platicar
agradablemente con el taxista, ni siquiera sintió extraño que él le dijera que
estaba muy guapa y ella, no se burle, mire nada más con qué pelos ando y él,
bueno, quizá una peinadita, ja, ja, y ella, ja, ja, y luego los dos se quedaron
nada más con la sonrisa, con la vista recargada en el mismo punto del
retrovisor.

Los autos seguían detenidos por el tráfico unas veces y por
el rojo del semáforo que se dispersaba por el parabrisas repleto de lluvia
otras veces.